domingo, 17 de agosto de 2025

Chic platinum refugees

España ha venido acogiendo este 2025 a una novísima generación de refugiados. No, no hablo de refugiados climáticos, ambientales o del FMI, categorías ya trasnochadas, sino de un tipo de paria que ha cruzado el umbral de lo disruptivo, de una cohorte de pioneros en la que palpita el ansia de refundar el mundo. A los refugiados que me refiero es a los autorrefugiados, esto es, a refugiados que lo son porque se perciben como tales, porque así lo dicta su conciencia morena.

Los especímenes en cuestión, nómadas en busca de los ángulos de la tranquilidad, huyen de la América de Trump, que, al decir de uno de ellos, Benjamin Gorman, en declaraciones a El País, «se ha convertido en una fuente de bochorno». Gorman, escritor, se ha instalado en un piso del Gótico de Barcelona con su pareja, queer y neurodivergente, y le hije de ambos, transexual y no binarie (ah, y tres perros y dos gatos). «La Historia nos enseña que los primeros en irse parecen locos», afirma, «pero los últimos no salen». Otro de los miembros de la avanzadilla es Fred Guerrier, madrileño de Nueva York y dueño de una productora de anuncios para oenegés que había visto drásticamente reducidos los contratos de la Administración, cuando en los últimos años, asegura, jamás le había faltado el pan gracias a que «conoce muchos políticos». Ni que decir tiene que ha elegido el país y el momento adecuados. Les presento a Chris Kelly, «californiana de melena rubia y ojos azules» que ha alquilado un piso (2.000 euros mensuales) en el Ensanche barcelonés, en el que vive con su hija mulata, que allá en San Diego «se había empezado a sentir incómoda por su color de piel», y para la que ha encontrado plaza en un colegio americano en Gràcia. De California también procede Deborah Harkness, 56 años, dedicada a los recursos humanos en la industria tecnológica, y que pagaba por su apartamento en San José, de una sola habitación, 3.200 dólares. Deborah ha encontrado en Málaga «todo lo que buscaba», a saber, «raíces profundas, energía creativa, acceso a la naturaleza, buena atención médica y un costo de vida más bajo». Muy cerca, en Nerja, ha fijado su residencia (comprada con golden visa) Richard Cope, judío de Rhode Island con un hijo gay, que sabe «demasiado bien lo que sucede cuando una sociedad crea grupos marginados».

Todo lo que acaban de leer es real. Mas no teman, pues a diferencia de los habituales gentrificadores, estos no encarecen el precio de la vivienda y, además, llegan animados por la voluntad de ser «miembros positivos» de la comunidad, lo que, traducido al español, significa que se pondrían el lazo amarillo al primer toque de corneta. Por lo que cuentan, es incluso probable que la huella de carbono que emiten sea ínfima. Incomparablemente menor, en cualquier caso, a la que van dejando por doquier esos venezolanos de extrema derecha que han colonizado el barrio de Salamanca. (Ahora bien, no estaría de más que alguien les explicara que la vuelta de Trump es una reacción autoinmune desencadenada, en gran medida, por su indigesto wokismo.)

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Pie. Estos días se ha divulgado una foto en la que veíamos a la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, junto a un rimero de numerarios. Posaban risueños tras haber dado cuenta de una mariscada tipo la Chalana, los vestigios aún sobre el mantel. Díaz, recuerden, denunció el pasado febrero en los micrófonos de la Cadena SER que un periodista, en un corrillo en el patio del Congreso, le había dicho que estaba «cada día más guapa»; «sin que le importara», subrayó, lo que ella «hubiera dicho en la tribuna». Se comprende, así, que restrinja el círculo de aduladores a quienes, como poco, tienen en alta estima su contribución a la política española. Tal es la fórmula con que nuestra besucona afianza «espacios seguros» en su metaverso ventorro.

Refugiados, estos sí. La ofensiva terrorista rusa en Ucrania se ha cobrado cientos de miles de vidas, un dato que, acaso por difuso, suele deglutirse sin reparos, casi con arreglo a la trivialidad que Stalin, en la célebre sentencia que se le atribuye, concedía a las estadísticas. Más ni siquiera redondeos como el que cifra en 10 millones el número de desplazados ucranianos (la mayor crisis de refugiados en Europa desde la Segunda Guerra Mundial) o las abundantes pruebas de que Putin ordenó en 2022 operaciones de exterminio de civiles, como las de Bucha o Izium, han inspirado a quienes el día 8 de octubre de 2023 acusaban a Israel de «genocidio», nada que no sea un desvergonzado «No a la guerra». 

The Objective, 17 de agosto de 2025

domingo, 20 de julio de 2025

Sánchez, honrado con 22 libros

Llevo contabilizados 22 libros contra Pedro Sánchez, la mayoría tan oportunistas como el sujeto al que, sin saberlo, ensalzan. No hay uno solo que desvele nada que no sepamos, ya se trate de su presunta voluntad de convertir España en una confederación de bicicletas (lo cual, para un autócrata cómo él, no supondría sino una redención ‘política’) o de su indisimulada ostentación del poder, más cesarista que la de Felipe González por cuanto, a diferencia de éste, Sánchez se cree exonerado de justificar sus afrentas en razón de argumentos más o menos seductores. Cuando le preguntaron por su cesión a los nacionalistas (iba a decir «su cesión al chantaje», pero no estoy seguro de que fuera así, como tampoco lo estoy de que le dijeran «nacionalistas» en lugar de «independentistas», no vayamos a hacernos daño), expelió el sortilegio «cambio de opinión», más lo cierto es que también esa patraña, de puro obscena, no fue sino otra forma de exhibicionismo. Su propósito, en suma, es que la mitad de los españoles le tenga por un sinvergüenza, en la confianza de que la otra mitad le siga llamando «¡guáper!». Dado que en España nadie lee a nadie (ni siquiera los sanchólogos a sus homólogos) en esos veintitantos tratados no ha habido plagios, sino redundancias: la urna tras la cortina, la peripecia del Peugeot, el superviviente sin escrúpulos, los cambios de opinión, la cátedra de Begoña, el narcisismo patológico… Un catecismo a la altura, paradójicamente, del sanchismo, que, por pura ósmosis, ha terminado por contagiar al periodismo opinativo, un género al que se han ido ‘acoplando’ una legión de maletillas al acecho de su primera sangre, sin sospechar que sería la suya. 

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Bonus. En Madrid, y a rebufo del patrón ideológico que implantó en Barcelona Ada Colau y que Collboni ha llevado al extremo, el Ayuntamiento ha empezado a legislar contra los pisos turísticos, que es donde veranean la mayoría de los españoles que no pueden permitirse un hotel decente. El embate de los Sindicatos de Inquilinas y demás terminaciones nerviosas de la izquierda parece haber surtido más efecto que la evidencia disponible (los estudios, por ejemplo, de que suele ir pertrechado el urbanista Luis Falcón, y que se cuentan entre los más rigurosos que se han llevado a cabo sobre el impacto de las VUT en el precio de los alquileres). Antes que los datos, prevalece el qué dirán, con el agravante de que seguirán diciendo. 

Bonus 2. ¡También se ha implantado en Madrid una red de refugios climáticos! Los barceloneses que huimos de la podredumbre de los comunes, ya saben, esa concepción del espacio público basada en conceptos como «pacificación urbana», «urbanismo táctico» o «socialización vecinal», sofisticadas criaturas de la semántica «gulag», ya estamos, ahora sí, como en casa (en lugar de «refugios climáticos», en Cibeles han utilizado el eslogan «Refúgiate en la cultura», que se comenta por sí solo. Esta mañana, como casi todos los sábados, he ido a la biblioteca Eugenio Trías a escribir, leer y lo que surja. Incluso a refugiarme. Estaba cerrada, claro).

The Objective, 20 de julio de 2025

domingo, 22 de junio de 2025

Valdeón on tour


Si la inercia hubiera hecho su trabajo, Julio Valdeón habría cogido un tren en Valladolid y se habría bajado en el Varela, dispensario madrileño de venenos y agasajos, acaso con el propósito de cultivar el arte del maletilla; en la confianza fe-tén de que la tenacidad le acabaría abriendo las puertas de un periódico nacional. Pero cogió un avión y se bajó en el Bronx. 

Era 2005 y creyó que la escala le permitiría hacerse un nombre como corresponsal omnívoro, en un tiempo en que el sintagma no era un pleonasmo y los escritores de prensa nadaban en aguas abiertas por estricto imperativo del oficio. Valdeón entrevistó a Gay Talese, reseñó mil conciertos, informó de la huelga de porteros, evocó los últimos linchamientos de negros a manos del Klan, ¡y escribió en Factual!... La circunvalación se prolongó, quién se lo iba a decir, hasta 2021, año de su regreso a España. En el corazón de ese ínterin, casi una vida dentro de otra, murió su padre y, al punto, él y su pareja, Mónica, emprendieron una escapada con sabor a desquite. Ruta 61. Las notas de aquella peripecia acaban de publicarse con el título de Autorruta del sur (EfeEme).

El gran atractivo del libro es, precisamente, cómo el duelo se convierte en un reventón de vida, en una sed inaplazable de carretera, de whisky, de sexo, de recitaciones de poemas a dos voces en moteles inmundos y relumbrantes. Rafa Lahuerta, en su canónico La promesa dels divendres, no se anda con circunloquios: “Se había muerto mi padre, sí, y yo tenía ganas de follar”. De esa misma pulsión, de la imprescriptible dialéctica entre el eros y el tánatos, se alimenta, en parte, Autorruta... 

La muerte de Julio Valdeón Baruque, en efecto, se entrevera desde el arranque con la de leyendas como Elvis Presley, Johnny Cash, Muddy Waters… en una búsqueda reverencial que tiene algo de huida y algo de introspección, un errar sin iPhone por el que Julio Valdeón Blanco trata de entablar contacto, siquiera a partir de oportunas sinécdoques (un museo, un chismorreo, una canción, una entrevista) con los cientos de fantasmas que en forma de vinilo pueblan hoy el salón de su piso en el Retiro. 

Al cabo, el género en el que Valdeón se ha desenvuelto como nadie es la necrológica, y Autorruta… tiene algo de majestuoso desfile de cadáveres, de misa gospel por los campeones del blues, el soul, el jazz (y también, y quizás más efusivamente, por los subcampeones), por ese batallón de biggersthanlife que a cada etapa del tour van recobrando una insospechada actualidad, si no una segunda vida.

Temí que el libro me enfrentara a lo que los doctores en gramática (entre ellos, Steven Pinker) llaman la maldición del conocimiento, es decir, a un lenguaje tan infestado de sobrentendidos que resultara inaccesible incluso para quienes, como yo, nos ufanamos de musiqueros y, por qué no decirlo, de modernos, bien entendido que la modernidad es, sobre todo, una ventilación.

Mas si Autorruta… es un libro mayúsculo también se debe a que, antes que un tratado enfático, es un dietario y un atlas, una canción de amor y un homenaje a una patria de prestado, una guía desaconsejable y un balbuceo hipnótico, un ensayo musical en el que la música es un señuelo.

Para ese tangible que es la amenidad, tan cruciales son los vaivenes temáticos como que Mónica atempere las tentativas de exuberancia de JVB, un autor torrencial al que conviene embridar de vez en cuando. Ella conduce, ella lleva las cuentas, ella reprende a Julio por los excesos, ella le hace notar la estrechez de un presupuesto que desaconseja el chuletón kingsize de la casa o una cerveza más… No tengo pruebas, pero tampoco dudas: ese mandato es el que lima su escritura. Que Valdeón lo acate sin rebajar una nota de autenticidad es  lo que hace de Autorruta… su obra cimera.

The Objective, 22 de junio de 2025

domingo, 1 de junio de 2025

Llorando voy

A Ancelotti se le traba la ceja y en su gimoteo, como de motor gripado, arrastra a Florentino, el rostro enflaquecido y temblón. Cuando Modric toma el micro, las láminas de albal del Bernabéu apenas contienen las aguas, y el hipogeo, reverso opulento de las plantaciones de la Cañada, es ya el nuevo tanque de tormentas de este Madrid embravecido, donde cada día se renueva el dow jones de los 500 mejores torreznos, novísimo índice de prosperidad, bla. El adiós del buen De Marcos, que nació un día antes de la tragedia de Hillsborough, y de que Los Suaves grabaran en Zeleste su inmortal Suave es la noche (toda biografía es un multiverso abarrotado), deposita en la ría una cuña salina de la que algo tendrán que decir, hum, los-más-viejos-del-lugar. A estas alturas, la llorería ibérica es una maraña de afluyentes sensible a las asociaciones de ideas, de ahí que a la salida de un meandro levantino nos aguarde Eder Sarabia, que no ha podido reprimir la emoción de haberse convertido en “mejor entrenador” y, quietos ahí, “mejor persona”. ¿Mejor persona, he dicho? Se estremece Nadal en la Philippe Chatrier y el mundo, imperativamente, se estremece con él: ni siquiera los cínicos se resisten a ese aclarado de la tierra (pulcra reminiscencia de muerte) que deja al descubierto una baldosa en la que cualquier analfabeto es capaz de leer: todo en esta pista será polvo de ladrillo salvo este rectángulo, que atrapará este homenaje en la infinitud. Pero los españoles no nos acabamos de fiar y sólo cuando confirmamos por tres fuentes que sí, que la losa se ha instalado a perpetuidad, seguimos con nuestras secreciones. Las del superviviente Montoya, quien, según informa la web de Telecinco, se quebró en la última gala al ver un vídeo de su perrita; las de Lydia Lozano, que confiesa “destrozada” en La Familia de la Tele que hace cinco años que convive con la artritis (el presidente de RTVE, José Pablo López, por cuyo rostro de colibrí abolañado saben en el Congo que se hace llamar Josepa, oyó en el Congreso “casquería” y se echó al monte); las del sacerdote de Antena 3 Antonio Pelayo, al que una animadora Ónega induce, en un implacable interrogatorio, a soltar la gallina, que en estas lides es lo mismo que aflojar la llantina. Mas sobre el desconsuelo no pesa arancel alguno y Taylor Swift anuncia, con califragilísticas tears of joy, que ha recomprado los derechos de sus seis primeros discos, si bien es lógico, siendo ella una campeonísima del empoderamiento, que haya diarios que titulen que los “ha reconquistado”, como quien revierte un pacto fáustico con el manager de los Jackson. Mi tren surca la España sin wifi y no puedo por menos que canturrear, nostálgico, “¡fuerza canejo, sufra y no llore / que un hombre macho no debe llorar”, y a punto de embocar Atocha me digo que esta ola de sentimentalismo que nos encharca resulta más llevadera cuando se escenifica a culo vivo. Para lo que no cabe atenuante es para el lloriqueo de rondón, ese llorar que no es llorar, que es como estar llorando solo, de Antoñito Muñoz: 

 -En la compañía igualitaria de las mujeres hemos ido aprendiendo a manifestar sentimientos, a cultivar la ternura, a vigilar la propensión masculina a alzar la voz más de la cuenta. 

 -Adelante.

The Objective, 1 de junio de 2025

domingo, 11 de mayo de 2025

Ampliación del campo de batalla

En la España de los ochenta, la pertenencia a la izquierda radical comportaba la adquisición de un pack ideológico por el que la abolición (o reforma) del capitalismo a manos del proletariado se entreveraba con la defensa de los derechos de los homosexuales, las primeras expresiones del feminismo de tercera ola, la adhesión a cualquier clase de independentismo que minara España, la solidaridad con regímenes como el castrista o el sandinista, el antiamericanismo, el apoyo a la causa palestina… El número de frentes resultaba más o menos desquiciado en función del octanaje de las siglas, pero si fa no fa la oferta apenas presentaba fisuras, al menos en las cuestiones, digamos, troncales.

Por su parte, la derecha de la época, y me limito exclusivamente a la Alianza Popular de Manuel Fraga, fue contraria a la legalización del divorcio por considerarlo una amenaza para la pervivencia de la familia tradicional, se opuso a la primera ley de despenalización del aborto, aprobada en 1985 por el Gobierno de Felipe González, y que se regía por los supuestos de violación, malformación fetal o grave riesgo de salud física o psíquica para la madre. Sabido es, asimismo, que se mostró recelosa, cuando no abiertamente hostil, a la cooficialidad lingüística, refractaria a la secularización de la enseñanza y, ya en 2005, votó en el Congreso contra el matrimonio homosexual.

Más de cuarenta años después, la izquierda radical sigue abanderando o justificando las mismas causas, con la nauseabunda salvedad de que el principal partido del Gobierno se ha alineado con ellas, ampliando el catálogo en nombre de la moderación. Así, a los hits de sobra conocidos:

–La izquierda actúa movida por férreas convicciones, mientras que la derecha lo hace por intereses espurios.

–En España urge una derecha civilizada. [Donde ‘civilizada’ significa, en puridad, domesticada, y emerge, aquí, la figura del antípodo de afanes redentores: «Conozco gente que os votaría, pero claro, con personajes como Cayetana se hace muy difícil»].

–Los nacionalismos catalán, vasco, gallego e incluso andaluz son la evidencia acrisolada de que España es un Estado multinacional, en el que la diversidad es sinónimo de riqueza inmaterial. En cambio, la adhesión a la España constitucional en esas mismas comunidades es un acto de provocación innecesario, una forma extravagante de buscarse problemas.

–Al mar con los israelíes.

-El apocalipsis climático, cada vez más inminente, tiene su origen en la codicia neoliberal, y sopesar la conveniencia de que las renovables cuenten con fuentes de respaldo fiables, la prueba irrefutable de que existe un fascismo energético ante el que debemos entonar, con brío renovado, «¡No pasarán!».

–La justicia, si no es social, es de derechas.

El catecismo, decía, ha sido corregido y aumentado desde que Sánchez tomó las instituciones:

–Oponerse a la normalización de Bildu es propio de cerriles nostálgicos; en cambio, santiguarse diariamente con tres condenas al franquismo es un digno ejemplo de memoria histórica.

–El género es una construcción cultural.

–Nuestra agenda del reencuentro incluye a terroristas, a golpistas y, en general, a todo aquel que acredite un cierto grado de hispanofobia, pero no a la fachosfera, por mucho que la compongan más de 11 millones de españoles.

–Los caseros son rentistas sin escrúpulos.

–«No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas» es una sutil conjetura heteropatriarcal.

–Abogamos por la prohibición de los pisos turísticos porque expulsan a los residentes tradicionales de sus barrios, alteran la fisonomía del tejido social e incrementan el precio de los alquileres. [Lo cual no quita que seamos usuarios de pisos turísticos porque es el modo más auténtico de mezclarte con el paisanaje, de ‘vivir’ el tipo de experiencia inmersiva que los hoteles, tan fríos, no permiten.]

–Estamos en guerra perpetua contra el progreso, y en el cometido de alistar a la ciudadanía nada resulta tan eficaz como la semántica belicista: refugios climáticos, espacios seguros, pacificación del tráfico…

–Las enfermedades mentales no existen, son una consecuencia del malestar que provoca el sistema, y los tratamientos farmacológicos son una forma de contener e incluso oprimir a quienes las sufren. [En este caso, no obstante, estaríamos ante un revival de la antipsiquiatría.]

De los preceptos, ciertamente elementales, por que se conducía la Alianza Popular de principios de los ochenta, no queda uno solo en pie. Lo que a ojos de la izquierda la convierte en incivilizada es, de hecho, su mera existencia.

The Objective, 11 de mayo de 2025

domingo, 20 de abril de 2025

¡Alto, Guardia Civil!- gritó la cabo Valdés

En el frontispicio de Borroka, me desconcertó que Alfonso J. Ussía puntualizara que el término en cuestión significa ‘lucha’ en “Norteña”, que invocara una suerte de territorio de resonancias legendarias, a contracorriente del crudo realismo que rebosa su novela, un vibrante homenaje a los guardias civiles que pusieron sus cuerpos (literalmente, no al modo en que corea la izquierda) contra ETA, sin desmerecer el valor de quienes prestaban servicio en Inchaurrondo, un énfasis que, dado el estigma que pesa sobre el cuartel, raya en lo contracultural. No bien mediada la lectura, presumí que tal vez ese Norteña fuera una sutil advertencia para alérgicos a los aliños literarios. O tal vez no. En mi juventud, por diversas circunstancias, conocí a varios policías nacionales que habían estado destinados en el País Vasco y sufrían el llamado ‘síndrome del Norte’. Muchos de ellos rehuían hablar de Irún, Pamplona o San Sebastián; se referían, secamente, al Norte, una coordenada cuyo subtexto, tanto más estremecedor a fuer de eufemístico, englobaba de manera eficacísima la miseria moral en la que habían estado inmersos por 120.000 pesetas al mes. A qué conceder a Fuenterrabía, Mundaca o Lequeitio el privilegio de la singularidad, si “Norte” aludía al rasgo primordial de todos los pueblos del lugar: la ausencia de libertad.

Ningún libro es estrictamente necesario ni debería-leerse-en-todas-las-escuelas. Así y todo, el de Ussía Jr. viene a llenar un vacío en la ficción española: el de la obra que traza una frontera indeleble entre los buenos y los malos. Los buenos y los malos, sí, no vaya a doblegarnos el pudor a estas alturas. A un lado, quienes se jugaron la vida en defensa del Estado de Derecho en condiciones casi tercermundistas; al otro, la banda de serial killers y las decenas de miles de malnacidos que les daban voto, cobijo y comunión, y que celebraban sus crímenes en las herrikos. Esos que, al enterarse de que había habido un atentado, lo primero que preguntaban, salivando, era: “¿Cuántos?”. Minuto de juego y resultado.

Dichosamente, la nítida divisoria que, en Borroka, distingue a los héroes de los villanos no redunda en que la escritura se deslice hacia el trazo grueso; antes bien, da cuenta de la audacia de un narrador que, sin faltar a las convenciones del género, y tras una ardua labor de documentación y no pocas entrevistas con mandos antiterroristas, toma partido por la pedagogía democrática. Y lo hace sin temor a que los morigerados de turno le acusen de maniqueísta, de que haya osado pasar por alto, oh, esa “inmensa gama de grises” que media entre la bala y el cráneo. E Impugnando, además, la actitud beatífica de nuestros mediadores de cabecera: los Medem, Cobeaga, Bollaín, Aramburu, Évole… eternos aspirantes al Princesa de Asturias del Abracito
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The Objective, 20 de abril de 2025

domingo, 30 de marzo de 2025

Una teoría del reemplazo

Sé de muchos madrileños, tal vez demasiados, que admiten sin rubor que no han pisado Barcelona, cuando hace años, ya no digamos en los míticos 70 u 80, las idas y venidas madrileñía-barcelonía eran frecuentes, y la balanza del vaivén no presentaba grandes desequilibrios en favor de unos u otros.

El hecho de que el poder (también la percepción del poder, su expresión misma) se aloje en Madrid, tal vez invite a pensar que había muchos más barceloneses que, por exigencias profesionales, frecuentaran Madrid, pero lo cierto es que Barcelona fue un polo de atracción para muchos madrileños.

No se trataba únicamente de la Pedrera o de las Ramblas, o de que las giras internacionales de las estrellas del momento acostumbraran a recalar en Barcelona en lugar de en Madrid. Para cualquier españolito de provincias (y Madrid lo era), ese ‘catálogo’ era igual de llamativo que descubrir una urbe con mayúsculas, una llanura gris perfectamente estratificada, investida de un aura de civilidad tanto más esplendorosa cuanto que jamás ha parecido impostada. ¡Y con playa! Ah, el goce que procuraba (y que aún debiera procurar) el paseo infinito por una trama callejera en la que impera la continuidad, sin más transiciones abruptas que las que la historia ha ido decantando, y cuyos checkpoints más traumáticos fueron desmantelados por el alcalde Maragall.

Madrid, pese a sus esforzados progresos, sigue siendo un burruño hostil. No en vano, uno de sus rasgos primordiales es el sinfín de emboscadas que tiende al viandante, esos atolladeros a lo Un día de furia en los que de repente se acaba el mundo (¡el terraplanismo hecho hormigón!), y que tienen como epítomes el galimatías escheriano de la confluencia de Alcalá y O’Donell, en el que la Casa Árabe emerge como un magnífico estorbo, o esa gincana para incautos que es el Paseo del Prado.

Las impresiones, lo admito, son un amaño, un sesgo de confirmación a la brava, pero dada mi condición de barcelonés, y teniendo en cuenta las muchas veces que he preguntado «¿has estado en Barcelona?», las mías rayan en lo sintomático.

Sea como sea, he consultado estadísticas y la mayoría de ellas indican que los madrileños tienen como destinos preferentes Cádiz, Santa Pola, San Sebastián, Puerto de la Cruz, Ibiza, Santander, Playa de Aro… ¿Y Barcelona? Hace unos días, la respuesta de un treintañero tuvo algo de humillación: «No, no he estado, pero a ver si convenzo a mi novia para que vayamos, porque tengo mucha curiosidad por conocerla». ¡Curiosidad! Y aunque de primeras me dije que el humillado era él, no hay que despreciar la incidencia de factores como el procés, el 1-O, Colau, las plusmarcas de robos a punta de navaja, la hispanofobia y esa imagen de detritus vocacional que tanto se ha propagado en los medios y hace arder las redes a diario. O la general idiocia. Así y todo, la indiferencia de los madrileños respecto a Barcelona es menos desagradable que la insólita contraparte que viene provocando esta descompensación. Esos miles de catalanes, no necesariamente barceloneses, que llevan instalándose en Madrid a la chita callando, y que han hecho del catalán la lengua vehicular del Retiro, en un remedo insospechado de aquella Invasión sutil del escritor mexicano Pere Calders.

The Objective, 30 de marzo de 2025