jueves, 7 de agosto de 2014

De los mortales el consuelo al morir

La novela o el ensayo que tal o cual título traerían consigo me parecían una minucia, un trámite que habría de resolver la primavera. A tal punto llegó mi querencia por el bautismo de lo que no eran sino proyectos (y, en simétrica puridad, mi reverencial desprecio por el trabajo) que estuve tentado de patentar algunas de las joyas que iban engordando el cajón. ¿En qué andas metido?, me preguntaban los amigos. Y yo improvisaba la sinopsis de una gloriosa historia sobre, pongamos, el amor y la incomunicación, una historia que llevaría por título, "aún le estoy dando vueltas", Amadores de tronío, o Noches de plexiglás, o acaso El día menos pensado. Confundido el afán con la locura, medité la posibilidad de ir diseminando mis encabezamientos y, ya de paso, asesorar a algunos de mis autores predilectos. A Eduardo Mendoza le cedería El cazador de regocijos; a Arturo Pérez-Reverte, Galería de achantados; a Ray Loriga, El tatuador que detestaba Reikiavik; a Pedro Almodóvar, ¿Hay algo de amor en tus gemidos?; a Javier Marías, Cuando ya sólo fumen los espectros; y a Raúl del Pozo, siquiera por el aprecio que le tuve en los noventa, Gatillazo en Arganzuela. En la cima del éxito, me daría al arte de apodar toreros (Tierno de la Acería, Alberito Chico, José María Perpiñán) y toros (Puñalón, Nazareno, Ermitaño).
Al término del ensueño, yacía convertido en un individuo brumoso, mitad verdad mitad mentira, en un ser de lejanías que pronto, muy pronto actuaría de incógnito, a la manera de un Banksy que al amparo de la noche rebautizara el mundo. Y así tenerte de nuevo entre mis brazos.

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