viernes, 8 de agosto de 2014

Dos Ortiz

                                                                         Foto: Eduardo López (20 Minutos)

Cuando Enrique Bunbury dejó Héroes del Silencio, hastiado de una grandilocuencia cada vez más estéril, de unos punteos de guitarra que empezaron a antojársele tediosos y, sobre todo, de que los críticos vieran en él a un pálido trasunto de Jim Morrison; tras ponerle, en fin, el candado a la formación que lo había catapultado al éxito, Enrique Ortiz de Landázuri Izarduy se rindió a la pujanza de la música electrónica y lanzó ‘Radical Sonora’, un álbum preñado de ínfulas donde se advertía el eco del sound system, un vago soniquete arábigo y, sobre todo, una insufrible confusión. En el afán de reinventarse, Bunbury había tendido las redes en el caladero equivocado. Con todo, fue un trabajo enormemente instructivo por su condición de antimodelo, de estilo en el que no debía perseverar si no quería sonar a la copia de la copia de la copia de la copia... Aquel derrape obligó a Bunbury a indagar en sus querencias, en las aristas que pudieran hacer de él un cantante singular, en las antípodas del ectoplasma estereotipado en que había resultado su primer LP en solitario; un LP que, para más inri, le había puesto contra las cuerdas en sus tratos con la disquera, pues ya sólo disponía de una bala para demostrar que podía ser alguien al margen de Héroes. Una bala de plata, si se quiere, pero sólo una. Así las cosas, Bunbury pidió a sus padres las llaves del apartamento de Cambrils, en el que no había pasado un solo día desde su primera adolescencia. Un invierno después, alumbraba ‘Pequeño’, el disco que empezó a conferirle ese halo de cabaretero chamánico que aún hoy le orla. Ciertamente, Bunbury había labrado otras joyas a lo largo de su carrera, pero las que ensartó en 'Pequeño', a diferencia de tantas otras, no parecían prestadas. El periodista Josu Lapresa ha recogido esta vibrante peripecia, de manera más prolija e informada, en Pequeño, el disco que salvó a Bunbury. No obstante, si me he enredado en ella es para hablarles de otra obra; concretamente, de un conjunto de relatos escritos bajo el mismo influjo que, aun de forma tangencial, alumbró ‘Pequeño’: la del autor en la búsqueda (y el hallazgo) de una voz no ya reconocible, sino también intransferible. Me refiero a Una sucesión de amaneceres imprevistos, de Guille Ortiz. De mi amigo Guille Ortiz.

Guille Ortiz es, antes que nada, un hombre de aconteceres ubicuos: lo mismo entrevista a Bret Easton Ellis que diserta en madrugadas radiofónicas sobre grandes instantes de la humanidad, disecciona la última encuesta del CIS o arrostra una implacable cruzada contra el dopaje en el deporte de élite (a menudo bajo el hostigamiento no menos implacable de José Antonio Montano, ciclista de batín y tajante partidario de toda clase de muletas que acaben en  -ína, empezando por la fanta de naranja). Por lo demás, nuestro Ortiz es un consumado especialista (lo que viene siendo ‘un hacha’) en polaroidizar deportistas crepusculares y glosar atardeceres a contrapelo. Él mismo, de hecho, es un hombre con propensión al crepúsculo, algo así como la palpitante evidencia de que la melancolía, la verdadera melancolía, nada tiene que ver con la edad, sino con un prurito de sensibilidad que, bien lo sé, no es sino enfermiza. En su blog, ‘Pequeños objetivos’, ha ido enalteciendo esa melancolía, rebosante de suculentas animalizaciones (ah, la Chica Langosta) y cartografías de la felicidad (ah, aquel apartamento de Castelldefels). En ese puerto franco consagrado a los noventa, Guille Ortiz suele hablar de sí con el ánimo indisimulado de descifrar el mundo; a menudo, con un talante (o acaso es táctica) tan radicalmente 'yoísta' que el mundo es un puro decorado. 
 
En Una sucesión..., Guille Ortiz nada al fin en aguas abiertas, en esa pampa oceánica donde los nadadores están expuestos al frío, al codazo, al naufragio. Los cuentos que componen el volumen (es un decir, pues Guille Ortiz es uno de esos autores que, como Sergi Pàmies, no obliga al lector a hipotecar sus vacaciones para dar cuenta de sus obras; basta una tarde de domingo, preferentemente lluviosa); los cuentos, decía, fueron escritos al comienzo de la Crisis, por lo que prefiguran un mundo al borde del desplome, cual si en cada párrafo hubiera una playa, sí, mas con su estatua de la libertad decapitada.

Así, la ‘sucesión’ nos muestra a un escritor empachado de éxito, en lo que constituye una rara disección de la abúlica tramoya de los premios literarios; con un triángulo amoroso que podía haber surgido de la pluma de un Carver cualquiera o, aún mejor, del mismísimo Cheever; con una pareja (con incendio forestal al fondo) en cuya conversación crepitan todas las acepciones de la palabra ''cobardía'; con un ‘periodista’ free lance (pero, sobre todo, tremendamente 'free') que alimenta una revistilla digital a base de estupideces por lo demás inventadas: un relato, éste, que remite a la dictadura del click, del ‘tráfico’, del usuario. Y a algo que dejó dicho Enric González en alusión a este ‘nuevo periodismo’: “Sacar cosas de internet para volver a meterlas en internet”. Ojo; volver a meterlas pero no revisitadas, interpretadas o embellecidas. No; a bote pronto, apenas levemente corrompidas por el efímero contacto con el aire que, al cabo, propicia toda puerta giratoria.

La voz que, a mi inmodesto modo de ver, ha hallado Ortiz, ahonda en la encrucijada que supone vivir (o no) del cuento. Olvídense de la cansina postal del novelista alcoholizado que habita una buhardilla y gimotea la desbandada de las musas; lo que Ortiz plantea es un asunto estrictamente mercantil: el del intrincado encaje del ‘nuevo’ escritor, es decir, del escritor todoterreno, en la cadena de (des)valor en que ha devenido el oficio. De esa obsesión y sus problemas con las mujeres se nutre una obra magistralmente escrita, plagada de diálogos electrizantes (el terreno en que mejor se desenvuelve el autor) y, curiosamente, pródiga en personajes catalanes: debemos de estar ante el único autor sinceramente federalista que han dado las letras madrileñas, y ya sólo por esa condición de rara avis merece la pena dedicarle una tarde de domingo. Eso sí, preferentemente lluviosa.


Pequeño. El disco que salvó a Bunbury, de Josu Lapresa. Prólogo de Nacho Vegas; Lengua de Trapo, colección Cara B; Madrid, 2014.

Una sucesión de amaneceres imprevistos, de Guillermo Ortiz; Lapsus Calami; Madrid, 2014.

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