jueves, 21 de agosto de 2014

El hombre que fue casta


El ilustre politólogo canadiense Michael Ignatieff abandonó en 2006 su cátedra de Harvard para concurrir a las primarias del Partido Liberal de Canadá, en lo que supuso el inicio de una inmersión en la política que le llevó por sus zonas erógenas y sus estercoleros, y en que probó la faceta más enaltecedora del oficio, la del orgullo que sobreviene tras resolver algún que otro problema real, y el más lisérgico de los sectarismos, el que hacía del Parlamento una "guardería fuera de control". Tras la renuncia de Stéphane Dion en 2008, Ignatieff asumió el liderazgo del partido y fue elegido candidato a primer ministro en las elecciones federales del 2 de mayo de 2011. En esos comicios, los Liberales sufrieron la derrota más estrepitosa de su historia, perdiendo hasta 43 diputados y quedando relegados a un inédito tercer puesto en el Parlamento, por detrás de los conservadores del PCC y los izquierdistas del NPDA. A finales de ese mismo mes, Ignatieff renunció al escaño y regresó a las aulas. Fuego y cenizas es el relato en primera persona de ese periplo, desde la noche de octubre de 2004 en que tres reputados canadienses le animan a lanzarse por la torrentera hasta el batacazo final y la consiguiente vuelta al remanso académico. Lo que hay en medio es un bautismo salvaje, un combate a cara de perro entre el típico outsider macerado en arrogancia y la terca realidad, entre el presuntuoso novicio fiado a la bonhomía de sus convicciones y la política en su vertiente más viscosa y cicatera, esto es, la del medio refractario, cuando no resueltamente hostil, a todo indicio de intelectualidad.

En alguna ocasión he hablado de cómo en la génesis de Ciutadans la cúpula del Partido Popular en Cataluña se reunió con algunos de los intelectuales que alentaron la fundación del partido a fin de sondear sus 'verdaderas' intenciones. En aquel encuentro (una cena en La Provença, si no yerro), Josep Piqué, a la sazón líder del PPC, conminó a los promotores de C's que recularan. El spray con que Piqué marcó el césped adoptó el aspecto de limpísima advertencia: "La política es sucia". Ciutadans se acabaría constituyendo en partido político, pero no cabe descartar que aquel aviso a navegantes surtiera efecto. No en vano, tan sólo uno de los quince firmantes del primer manifiesto (que, cierto es, ya se habían acogido a sagrado anunciando que, una vez que C's echara a andar, se retirarían a sus aposentos); sólo uno, decía, se metió en harina. Una, para ser más precisos: la antropóloga Teresa Giménez Barbat. En cierto modo, Fuego y cenizas esboza lo que quizás pudiera haberles ocurrido a quienes, entre aquella cuerda de valerosos espontáneos, se hubieran desdicho de la negativa a convertirse en políticos. La conjetura tiene el interés añadido de que la incursión en política de Ignatieff y el surgimiento de Ciutadans datan del mismo año, 2006; además, el canadiense y los 15 catalanes coincidían en aspectos troncales del ideario, como la oposición al nacionalismo (quebequés, en el caso de Ignatieff) o la necesidad de (re)acomodar la noción de ciudadanía en el corazón de la vida pública.

El testamento político de Ignatieff presenta tantas y tan afiladas aristas que, muy probablemente, se convierta en un clásico de la literatura de su género. En ocasiones, asemeja la confesión de un pentito; en otras, es un reconfortante manual de uso, a la manera de un Príncipe que viniera del hielo. Valga como muestra uno de los múltiples directos al mentón que hubo de encajar nuestro intelectual-metido-a-político.


En julio de 2006, durante la campaña de primarias del PLC, se desató un conflicto bélico en el Líbano y los candidatos fueron preguntados por la cuestión. Pero dejemos que sea el propio Ignatieff quien lo cuente:

"Ninguno de nosotros podía influir lo más mínimo en lo que estaba ocurriendo en Oriente Medio. Estábamos en la oposición, no en el Gobierno y, como mucho, la cuestión de la guerra nos ofrecía la oportunidad de apelar a los votos de las comunidades judía, libanesa o musulmana por todo el país. Independientemente de lo real que fuera el sufrimiento en el Líbano, no podía convertirse en una cuestión política determinante en una competición por el liderazgo de un partido canadiense. Sin embargo, la política es así. [...] Mi posicionamiento sobre la guerra en el Líbano fue un desastre. Pillado con la guardia baja, le dije a un periodista que las bajas en las áreas controladas por Hezbolá no me quitaban el sueño. Lo que quería decir era que Hezbolá había empezado la guerra y tenía que asumir las consecuencias, pero mis palabras fueron convertidas inmediatamente en indiferencia hacia el sufrimiento de los civiles."

En el intento de salir de aquel atolladero, Ignatieff recorrió los más floridos jardines que cupiera imaginar, al punto de lograr "la hazaña casi imposible de molestar a judíos, musulmanes y libaneses por igual".

Ayer mismo, y a propósito de esta enseñanza, experimenté un apuro similar. Verán, la semana pasada escribí un artículo en Libertad Digital sobre los fundamentos morales del llamado espacio comunicativo catalán, tomando como punto de partida una pintoresca comparación entre kurdos y catalanes. Una amiga, tras leer mi artículo, me preguntó a través de Twitter: "Lo que cuentas está bien, pero de los kurdos qué opinas. ¿Acaso no habría que darles un Estado?". Tal vez sus palabras fueran otras, pero el caso es que ahí me vi, colgado de la brocha; pensando en Ignatieff, en la evidencia de que digas lo que digas siempre habrá alguien preguntando por el Líbano, cualquier Líbano. Y en la muy discutible ventaja que supone, en tal caso, tener lectores en lugar de votantes.

También pensé en el obispo Munilla, a quien, por supuesto, nadie pedirá cuentas por haber dicho que el aborto es como el despido libre, banalización que debería de haber incomodado a ateos, agnósticos y creyentes, aunque probablemente no por igual. Y ya henchido de consuelo, me dije que en esa impunidad, sin duda, radicaba la inexorable y despiadada superioridad de la política.


Zoom News, 18 de agosto de 2014

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